Uno cree ingenuamente que publicar tus escritos en un blog te da algo de suerte a la hora de lanzarte a buscar trabajo. Aunque mi intención al empezar a darle vida a lo que uno escribe fue, principalmente, encontrarse con eso que los escritores llaman musa, y tenerla a lado el mayor tiemplo posible, también esperaba una finalidad más pragmática, que sea igual de “inspirador “ de lo que por sí te genera el terminar un texto.
Durante estos días que he retomado mi situación de desempleado, no puedo negar cierta vitalidad que le da a uno el ir construyendo historias que a lo menos sean entretenidas. Y digo sin vergüenza que mi último empleo me produjo un vacío, que lo único rescatable era el poco tiempo que estuve trabajando, y las horas mínimas en la que me desempeñé como bartender.
Bartender en el mejor sentido de la palabra porque un una pollería no son muchos los cócteles que la gente pide, si lo comparamos con los litros casi infinitos de chicha dulzona que se empujan los comensales, para hacer el maridaje perfecto, con alguna avestruz de triste destino.
Traer baldes interminables de la maldita chicha, preparar algunos tragos en tiempo record, escuchar a los mozos apurarte más rápido de lo que crees tú que estás, no tiene pierde para mandar todo al carajo, y celebrar tu actual estado.
Comencemos por los primeros días de tímido barman. Días en los que salía casi de madrugada y con toda la ropa mojada por los endiablados vasos chicheros que lavaba y rompía más de una vez.
No puedo negar que con el tiempo me convertí en una especie de máquina creada para preparar tragos y tener toda la barra limpia a la vez. Pero el vacío era algo que no hacía que me resignara a anclarme en ese puesto. Con el tiempo mi disgusto se trasladó del cerebro a las manos, y el tener que hundir mis brazos en detergente cada cinco minutos, me producía cierto malhumor que si bien era pasajero y hasta soportable, se hacía más incómodo cuando levantaba la mirada y veía que mi trabajo se iba por la basura, ante la torre de vasos y jarras que se iban apilando en la barra y parecían burlarse de mí.
Pero no fueron ni los interminables vasos, ni el detergente que se ensañaba con mis manos, lo que motivó mi renuncia intempestiva, hubo una situación que fue la cereza en el pastel.
Encontrábame yo en mi rutina de lavar vasos a y preparar tragos cuando-maldita sea-una jarra escurridiza se me escapa de las manos y se hace añicos. Cómo habrá sido el corte que los vasos sucios se empezaron a teñir con mi propia sangre. Inmediatamente me retiré de la barra en busca de agua y alcohol para determinar la profundidad de mis heridas, lo que apenas podía ver debido al flujo constante de sangre.
Ya que las herramientas de mi trabajo eran mis manos, al igual que el de un futbolista son sus pies, supuse – error mío- que mi lesión era más que suficiente para retirarme a mi lecho. Así que esperé al administrador, con algunos de mis dedos vendados y con el desgano que tenía tras el accidente.
No sé cuánto tiempo estuve esperando al bendito administrador, pero cuando llegó, a lo mucho miró mis heridas, me dio unas palmaditas, y de frente me mandó a seguir trabajando. Cuando le traté de explicar que me ardía y que ya no podía tener contacto con el agua ,me señalo, mientras silbaba, una caja donde había guantes quirúrgicos, como diciendo, “problema solucionado”. Contuve la respiración y forcé para que los guantes entraran a mis manos, a pesar de la dificultad debido al vendaje.
Claro que la decisión de no volver a presentarme jamás a ese empleo lo hice sabiendo que no tengo hijos y que el trabajo no era el mejor. Pero durante días me he preguntado por qué el pelotudo administrador no me dejó ir, y ahora entiendo que si yo me salía a destiempo, así esté con una herida leve aunque fuera molesta, eso iba a ser visto como relajo por los demás, y es que, las normas son las normas, ¿verdad, jefe?